Estoy leyendo un poemario del que no puedo decir nada porque soy algo así como una lectora beta o como se llame, y me está devolviendo a recuerdos que he vivido y que no sentía tan cerca desde hacía tiempo. Me ha devuelto al sol en agosto, a la piscina, a los silencios. Me ha devuelto a unos vídeos escondidos que he vuelto a ver, a una zona del pueblo por la que hacía mucho que no paseaba, a la fuente seca, a los ríos a punto de morir, a las vecinas sentadas al fresco inexistente, a la ausencia de esas vecinas. Ya no hay nadie en la calleja, no hay nadie que se siente fuera de las casas a charlar, porque no quedan señoras, no queda quien cuente las historias. Igual en la parte baja del pueblo hay más sillas, pero en la que yo habito algunos meses del año, la soledad rumia. Ahora se está construyendo una casa justo a nuestro lado, han tirado la puerta a la que le hacía fotos cada vez que iba, de la que hablé hace tiempo en otra carta (las reales entenderán, qué poco me gusta esa frase, qué mierdas digo, si solo me conoce mi madre).
Y todo esto que os cuento casi sin respirar ni nada me lleva a la serie que acabo de terminar: las abogadas. También me ha devuelto a partes de la historia que jamás viví, pero que siento mías. A la guerra civil, a los fascistas que todavía siguen respirando (y no solo eso, que seguramente se hagan de nuevo con el gobierno), a la posguerra, al franquismo. Me han devuelto a la historia que siento todavía latiendo, a la rabia bajo los dedos, como si fuese tierra, porque estamos cansadas de arrancar barro para poder desenterrar a nuestras muertas, para poder darles un lugar en el que acercarse, llorar, recordar. En el que no sea la nada, en el que la palabra cuneta no exista para los y las de siempre. Esther López Barceló explica muy bien por qué queremos desenterrar a nuestros familiares, por qué es necesario:
Hay, obviamente, una voluntad deshumanizadora en la forma de depositar los cuerpos en la tierra. Porque en una fosa no se acuestan los cadáveres sino que se arrojan, se lanzan, se derraman: desaparecen.
Nos han arrebatado a muchas personas que descansan todavía bajo tierra o, incluso, que se han sacado a la luz pero no se llega a poder saber quiénes son. Nos han arrebatado a Lorca, a nuestras abuelas, tías, abuelos, padres. Nos han arrancado nuestro árbol genealógico, nos han tomado el pelo, tomado el pulso y arrancado el corazón del lado izquierdo. Y no solo no hacemos nada, es que siguen ahí. Es que siguen en los puestos de poder, siguen con el dinero, siguen en las calles, tranquilas y tranquilos, esperando a que esto estalle (o lo hagan estallar), para que todo vuelva a empezar de nuevo.
Siempre me he considerado una mujer muy, pero que muy, nostálgica. No nostálgica del franquismo, eso es ser un fascista de mierda, no un nostálgico, las cosas por su nombre, hacedme el favor. Pero siempre he pensado que mi pasado fue mejor de lo que será mi futuro, y es algo que, en parte, es bonito, es bonito pensar con cariño la infancia porque no todas hemos tenido esa suerte, es bonito pensar, con cariño, en quienes no están. Pero, joder, la nostalgia también es una cárcel. Nada será mejor de lo que fue, no te da la oportunidad de creer en un futuro mejor. Admito que sí soy un poco optimista (un poco aunque sea), y creo que tendré un buen futuro. No un futuro lleno de dinero, fama (tampoco es algo que quiero, la fama, digo, el dinero me vendría bien, para qué mentiros), pero sí un futuro con las personas que quiero, con una casa en propiedad (JAJAJA) y estar tranquila, simplemente vivir tranquila, leer tranquila, sentir tranquila, querer tranquila, comer tranquila, poner lavadoras tranquila. Pero no vamos a estarlo si lo que viene se torna oscuro, si tenemos que mirar al sol directamente a la cara porque si no, te asesinan a sangre fría. No nos engañemos, no nos matan (al menos, no en masa) porque no pueden, no porque no quieran. Es importante tener esto claro, igual de importante es haber visto Parásitos y saber que nosotras, NUNCA, de verdad, NUNCA, seremos la persona rica que tenemos delante. Por mucho que queramos tener cero problemas económicos y gastrointestinales, la realidad es que siempre seremos de la clase trabajadora, siempre seremos quienes tengan que levantarse a primera hora del día para ir a trabajar, los que trabajamos para comer, los que hacen cuentas para poder comprarse esto o lo otro, y las que cagan mal porque la ansiedad nos consume. No vas a ser el rico o la rica de la historia, eso es lo que te han hecho creer. Jamás lo serás, y cuanto antes lo sepamos, cuanto antes sepamos que nadie nos hará cambiar (la lotería y ser influenser es algo que ni me planteo, por dios bendito, no lo hagas tú tampoco, seamos serias), antes haremos de este mundo un lugar mejor, como decía Judy en Zootrópolis (la única policía que me cae bien en absolutamente toda la faz de la tierra y de la historia, si me vais a defender a los polis, absteneros, no me interesa).
El caso es que he empezado hablando del pueblo, de las personas que se marchan, de los que estuvieron, de las ausencias y la España vaciada, para terminar criticando el fascismo y el capitalismo opresor. Y, parece que no, o puede que sí lo parezca y simplemente quiera hacerme la chula, pero todo esto tiene que ver, porque donde hay nostalgia por nuestras abuelas, hay revolución, porque, como dijo Safo:
alguien se acordará de nosotras.
y eso es lo que estamos haciendo y no dejaremos de hacer, recordar a las abuelas, a las fusiladas, a los asesinados, a las ancestras. Porque quieren quitarnos la memoria, porque quieren rehacer la historia, arrancarnos nuestra clase, pero no podrán, no del todo, no mientras algunas vivamos, no mientras sigamos plantando amapolas.
¡Increíble! Tu escritura es certera y rabiosa, pero también honesta, romántica, delicada. ¡El mejor combo posible! Por cierto, yo también amo Zoótropolis. ¡Cuidado con los Aulladores Nocturnos! Aunque, quién sabe, quizás eso es justamente lo que nos vendrá bien: volvernos salvajes.